Benito se levanta todos los días a la misma hora. Me despierta
con los ruidos que hace al vestirse con los ojos aún cerrados. Una vez me pisó
la cola por no ver su camino y yo me enojé mucho, me acarició sin abrir los
ojos y me contenté en seguida. Tengo que aclarar que normalmente no soy muy
fácil de contentar, sobre todo si me pisan la cola, pero creo que no vale la
pena estar enojado tan temprano.
Cuando Benito se ha vestido y ha desayunado, se despide
de mí rascándome las orejas y, más despierto que antes, camina por el jardín y
se aleja por la avenida. Yo lo miro desde la puerta de la casa y después entro
a seguir soñando con huesos y chuletas. Cuando regresa por la tarde jugamos a
la pelota, o salimos al parque a pasear. Ya en la noche miramos televisión, a
veces unas caricaturas muy divertidas, otras veces telenovelas que me ponen de mal
humor, y después de dormir un rato en el sofá, la mamá de Benito nos saca a
chancletazos y nos manda a dormir a nuestro cuarto.
Un
día Benito se enfermó de la panza, su mamá dijo que le había pasado por comer
cosas en la calle. Yo siempre como cosas en la calle y nunca me he sentido mal
como él, tal vez si he devuelto la comida, pero me la he vuelto a comer y aquí
no ha pasado nada. Ése día no salimos a pasear al parque ni vimos la
televisión, Benito se la pasó acostado en su cama dormido o quejándose con
chillidos de cachorrito recién nacido. La mañana siguiente tampoco se levantó.
Yo me sentía aburrido de estar todo el día acostado a su lado, lamiéndole la
cara para que se sintiera mejor, así que decidí salir al parque aunque no
estuviese acompañado por Benito.
Al
llegar al parque algunas personas me reconocieron.
- – ¡Ahí va Ruleta! – decían los niños, mientras se
acercaban a acariciarme.
- – ¡Mamá, mira, ahí está Rule! ¿Ya viste? – gritó
Julieta, una niña de ojos grandes y redondos como cascabeles. Se separó de su
mamá y vino corriendo hacia mí para acariciarme la cabeza – ¿Dónde has dejado a
Benito, Rule? ¡Hoy no son Rulenito! – Nos había puesto Rulenito como una tonta
combinación de Ruleta y Benito. Normalmente me gusta estar con los niños y que
me hagan mimos, pero Julieta era muy brusca, me acariciaba la cabeza tan fuerte
que la empujaba hacia el piso, así que cuando pasó el señor que vendía
chicharrones aproveché su distracción y corrí hacia el otro lado del parque.
- – ¡Hola Ruletita! ¿Por qué tan solito? – Me dijo
doña Manuela cuando me encontró corriendo esquivando el ir y venir de los
columpios, me cargó hasta sacarme de la arena y me dio un poco de su helado de
chocolate.
Me sentí menos aburrido y me dispuse a ir a casa para
cuidar de Benito y su pancita mala, así como él cuidó de mi cuando el panadero
aplastó mi patita favorita. Pero cuando estuve a dos esquinas de casa, me distraje
con un pedazo de pizza que encontré en la puerta de la tienda, rápidamente lo
cogí con los dientes y me la tragué para que el tendero no la reclame como
suya, pero resultó que no era del señor de la tienda, era de un perro negro que
medía lo doble que yo y venía a toda velocidad hacia mí con espuma en la boca.
No tuve miedo, no vayan a creer que soy un cobarde, sabía que podía con
semejante bestia, pero preferí no enfrentarme a él, tenía que llegar a ver a
Benito. Corrí lo más rápido que pude y me escondí en una casa abandonada, ahí
me encontré unos gatitos bebés y me dio curiosidad, me acerqué a sentir su
aroma chistoso, pero la mamá gato seguro pensó que me los quería comer, me
lanzó un tremendo zarpazo en el hocico y tuve que salir corriendo del lugar.
Una niña de risos tan negros como mi oreja derecha me encontró y me llevó a su
casa para lavarme la sangre que aquella gata desconfiada me había sacado.
Después de haberme bañado todo, me puso un pañuelo verde en el cuello, porque
“un perro tan guapo no puede andar por la calle con esas fachas” y luego me
dejó donde me había encontrado. Era de noche y no conocía ese lugar. Deseaba no
haber salido de casa esa mañana.
Un rato después de estar caminando sin reconocer un
poste, un coche, o una calle, me escondí detrás de un basurero y me dormí. Por
la mañana las cosas siempre se ponen mejor. Soñé con huesos sabor a pizza y
gatos con olor a chuleta. Al despertar caminé unas calles y un auto blanco se
paró a mi lado, era muy temprano para desconfiar de los autos extraños, así que
fácilmente el desconocido me levantó y me subió al asiento trasero.
-¡Rule!- me dijo – ¡mira qué guapo te ves con ese
pañuelo verde! – Era doña Manuela que llevaba a su hijo Robertín a la escuela.
Después de dejar al niño latoso (que no dejaba de
jalarme la cola y las orejas) con una maestra con cara de dona, fuimos a
desayunar unas tortas de huevo a un lugar que olía como cuando la mamá de
Benito cocina mole de olla. Doña Manuela se veía contenta de que yo la
acompañara y a mí no me caía mal la señora, siempre era amable con nosotros,
pero tenía muchas ganas de estar en casa. Imagino que vio mi cara de tristeza,
porque se tomó rápido su horchata y después salimos del lugar.
Al salir del coche blanco a toda velocidad, vi a
Benito sentado en la puerta, acariciando a otro perro. Me había reemplazado
como en una película que vimos una vez, por un perro más joven y esponjoso.
¡Ja ja ja! ¡Cayeron! Claro que no. Benito es el amigo
más leal que existe. Estaba en el portal esperando que regrese, al parecer el
dolor de panza ya se le había pasado, pero no fue a la escuela porque yo no
había regresado. Me abrazó y le lamí la cara como promesa de que no volvería a
separarme de él ni aunque me aburran sus telenovelas tontas. Seríamos Rulenito
por siempre.