martes, 20 de agosto de 2013

Rapsodia en azul


Cada vez que escucho esa canción me acuerdo de ti. Aunque en realidad siempre hay un pretexto para mirar atrás: el viento que despeina mi cabello, el sonido de las gotas de la llave del lavabo descompuesto, un vestido rojo perdido entre los grises de la ciudad. Te recuerdo y sonrío algunas veces. Cuando me apetece cierro los ojos y te veo con menos nitidez que cuando no intento recordarte. Te digo todo esto porque después de tanto tiempo no quiero que pienses que tuvo que pasar lo de ayer para acordarme de ti. Te recuerdo siempre.
            Anoche caminaba por la ciudad, fría por la lluvia, tosía fuertemente por la humedad. Ya no soy tan joven como los octubres que pasamos juntos. Entré a un bar que encontré en una esquina cercana y pedí un tequila para asentar la garganta. De pronto tocaban esa canción, la que nunca recuerdo su nombre, la que se llamaba como tú. Una chica de vestido azul empezó a bailar en medio de la pista, aunque era muy bella no era especialmente sensual, sus movimientos eran un poco torpes por efecto del alcohol. Las personas a su alrededor la miraban con desdén y murmuraban. A la muchacha no parecía interesarle, movía los hombros y las caderas en un vaivén embriagante. La escena me parecía conocida. De pronto me acordé de ti, no porque la chica tuviese algún parecido contigo, ni por la escena que era por demás vulgar, sino por el parecido que tenía con el cuadro que íbamos a visitar todas las veces posibles a la galería del Centro. Aquel cuadro llamado “Rapsodia en azul” que te emocionaba como nada más podía hacerlo. “La bailarina nunca podría estar bailando la canción del mismo nombre”, decías, y dicho sea de paso no estaba hecha para bailar. La chica del bar de ayer seguramente la hubiese bailado. Sonreí. Te recordé con tal fuerza que cuando cerré los ojos te pude ver con más nitidez que nunca, sentada en la galería, viendo la pintura con los ojos brillantes, tratando de comprender qué canción bailaba la chica de la imagen y después tarareando esa canción que se llama como tú. Era cuando más te deseaba, era cuando menos podía tenerte, porque tú sólo pensabas en la pintura. Entonces supe que debía poseer a la chica de vestido azul. Al terminar la canción le invité un trago y después la invité a mi casa. Le hice el amor como te lo hacía a ti, pero con sabor a tequila y ron del barato. Ninguno de sus movimientos era como alguno tuyo, pero la música en mi cabeza me hacía sentir que estaba contigo. Cuando terminamos la dejé dormida. No me importaba saber su nombre ni su historia. Salí de casa y vine a ti, vine a decirte que te recuerdo, que te pienso y que te extraño. Vine a traerte flores y a pedirte perdón por recordarte mucho y llorarte poco. 

viernes, 31 de mayo de 2013

Víctimas de guerra

Estábamos en guerra y todo era una imagen confusa y perturbadora a nuestro alrededor. Bueno, los que estaban en guerra eran ellos, pero el caos nos incluía a nosotros. No entendía lo que pasaba, de hecho ahora mismo no podría explicar exactamente qué ocurría. Mi hermana Rebeca lloraba, gritaba incontrolablemente. Mamá me había empujado con violencia hacia la tía Sally, yo no quería separarme de ella, le cogí con mis manos ennegrecidas, porque el baño no era prioridad cuando estábamos en terreno hostil, mis uñas se enterraron en sus antebrazos y ella se arrebató de mí, creo que era sangre lo que cayó al azulejo, pero no alcancé a ver bien porque ella me lanzó una bofetada. Me sentí mareado, iba a caer al suelo, no podía meter las manos. Mi tía Sally me sostuvo, me abrazó fuerte y me sacó de la casa. Ahora el que lloraba era yo, me arrebataba de los brazos que me separaban de mi madre, pataleé y grité que me dejaran ir, pero no logré que me soltaran. Miré hacia lo que antaño era la bodega de los vinos que comerciaba mi padre, en ese momento ya no quedaba nada de aquel negocio, sólo habían cervezas y prendas que no eran de mi madre, una cama vieja, y el tanque de gas. Escuché gritos, un fuerte golpe y algún cristal romperse. Matías salió de aquella habitación como un honorable soldado, en una mano le chorreaba sangre, en la otra sostenía fuertemente la muñeca de Rebeca. “Me duele”, gemía mi pequeña hermana, pero la mirada de Matías estaba perdida, llena de algo que nunca antes había visto y no le contestó ni la soltó. Se acercó a nosotros con pasos largos, mientras obligaba a Rebeca a correr a su lado, empujó a la tía Sally con la mano ensangrentada hacia la puerta, manchando con el odio repugnante la pureza de su vestido azul. Salimos de ese lugar tropezando con las piedras del camino hacia la casa de mi tía. Dos cuadras adelante escuchamos la explosión. No sabía si la guerra comenzaba o terminaba con esa bomba. Hubieron batallas anteriores, pero habíamos salido casi ilesos, uno que otro moretón y el ojo izquierdo de la pobre Rebeca. Éramos sobrevivientes.
       Vivimos dos años en el silencio de la casa de la tía Sally, ayudábamos con el ganado y otros mandados. Ella nunca nos dejó volver al campo de batalla. No sabíamos si mi madre había salido triunfante del último ataque o si había sucumbido en las trincheras, pero nunca lo preguntamos. Después de ese tiempo, el esposo de Sally, veterano de guerra, regresó para cuidar de nosotros, con la noticia de que el conflicto aún no acababa. El Señor, como dijo que le llamáramos, ordenó que nos mantengamos ocupados, nos aumentó el trabajo, nos mantenía lejos de casa. Algunas veces cuando regresábamos la pobre tía Sally tenía marcas de haber estado en batalla, era valiente, siempre nos recibía con una sonrisa a pesar de tener heridas de balas o de bombas de mano. Dejamos de dormir, porque el ruido de las tropas se escuchaba hasta de madrugada, eran voces, odiosas voces, y un martilleo que parecía interminable, hasta que con un grito de dolor y la muerte de algún soldado, terminaba.
       Después de algún tiempo, el Señor ordenó que Rebeca se quedara mientras nosotros trabajábamos lejos de casa, porque siendo tan pequeña tendría que cuidarla más de cerca. Matías se veía molesto, creo que tampoco entendía por qué, aun estando al cuidado del Señor y la tía Sally, Rebeca salía lastimada. Sus partes bajas tenían heridas sangrantes, fue una escopeta, dijo ella, ¿acaso no se podía dejar fuera de la guerra a los niños inocentes? Matías y yo podíamos cuidar bien de nuestra hermana, pero el Señor no nos creía, porque éramos unos “estúpidos niños que no entendían nada”. Ella lloraba cada vez que nos marchábamos, pero las órdenes del Señor eran incuestionables. Al regresar nos abrazaba fuerte y nos íbamos a dormir los tres juntos. Al menos ya podíamos dormir en las noches, los soldados parecían haberse cansado de no dormir, y Rebeca estaba segura con todos dentro de casa.
       Un día la lluvia nos hizo regresar al medio día. Encontramos a la tía Sally en el portón de la casa llorando. Nos dirigió una mirada vacía, sin moverse de su sitio. En seguida entendí lo que estaba ocurriendo. Entré con mi hermano a la casa, el Señor estaba en la sala, su obeso cuerpo estaba sobre el de Rebeca, en el piso, la protegía de alguna bala, un golpe o una granada, su cara denotaba sufrimiento. Se levantó rápidamente cuando nos vio llegar, Matías lo empujó y el Señor cayó sobre la mesa de cristal, la rompió con el peso de sus culpas, mi hermano cogió a la pequeña Rebeca de la mano e intentó halarla hacia nosotros, pero ella estaba inconsciente. Nunca sabré lo que en nuestra ausencia le habían hecho los soldados.
       Corrimos hacia el monte arrastrando a nuestra hermana como pudimos. Matías entraría en combate, me dijo, mientras nosotros nos escondíamos entre las hierbas. Unas horas después regresó con manchas en la ropa y en el cuerpo como huellas de su triunfo. La guerra por fin había terminado. La tía Sally y el Señor no habían podido salvarse, habían sido asesinados por el enemigo. Y nosotros, víctimas de esta guerra cruel, de nuevo éramos sobrevivientes.

lunes, 27 de mayo de 2013

...


Despierto en medio del bochorno de la noche. El único lugar frío de mi cuerpo es mi trasero, donde acabo de quitar el algodón con alcohol que quedó de la inyección. Estos días han sido difíciles y extraños, recuerdo cosas insignificantes y olvido otras que no debí de haber olvidado. ¿Cómo he llegado a casa desde la enfermería? Estoy solo, tuve que haber tomado un taxi o el camión, o tal vez alguien me trajo y no lo recuerdo, ¿me habrá traído la enfermera de trasero generoso? Ojalá se encuentre aún en la casa, y se quede para cuidarme, moviendo las caderas en el ir y venir que implica cuidar un enfermo. Pero ¿qué estoy diciendo? Ni si quiera sé quién es ni recuerdo su cara. La cara que si recuerdo es la del intendente, con esa alegre y asquerosa sonrisa sin dientes. ¿Dónde carajos se enciende el abanico? Me levanto y toco a tientas las paredes, tampoco encuentro el interruptor de luz. Mi boca aún tiene sabor a medicina. Busco mis pantuflas debajo de la cama, no están. ¡La linterna del buró!, camino hacia él pero, ¿dónde chingados está el buró? De pronto recuerdo que lo movieron al otro lado de la cama porque me estorbaba al entrar con la silla de ruedas. Recuerdo el chirrido de la silla pero no quién me llevaba. ¿No estuve caminando todo este tiempo? Doy un salto, me encuentro sudando, sobresaltado, en medio del bochorno de la noche.

sábado, 18 de mayo de 2013

Rulenito



Benito se levanta todos los días a la misma hora. Me despierta con los ruidos que hace al vestirse con los ojos aún cerrados. Una vez me pisó la cola por no ver su camino y yo me enojé mucho, me acarició sin abrir los ojos y me contenté en seguida. Tengo que aclarar que normalmente no soy muy fácil de contentar, sobre todo si me pisan la cola, pero creo que no vale la pena estar enojado tan temprano.
Cuando Benito se ha vestido y ha desayunado, se despide de mí rascándome las orejas y, más despierto que antes, camina por el jardín y se aleja por la avenida. Yo lo miro desde la puerta de la casa y después entro a seguir soñando con huesos y chuletas. Cuando regresa por la tarde jugamos a la pelota, o salimos al parque a pasear. Ya en la noche miramos televisión, a veces unas caricaturas muy divertidas, otras veces telenovelas que me ponen de mal humor, y después de dormir un rato en el sofá, la mamá de Benito nos saca a chancletazos y nos manda a dormir a nuestro cuarto.
            Un día Benito se enfermó de la panza, su mamá dijo que le había pasado por comer cosas en la calle. Yo siempre como cosas en la calle y nunca me he sentido mal como él, tal vez si he devuelto la comida, pero me la he vuelto a comer y aquí no ha pasado nada. Ése día no salimos a pasear al parque ni vimos la televisión, Benito se la pasó acostado en su cama dormido o quejándose con chillidos de cachorrito recién nacido. La mañana siguiente tampoco se levantó. Yo me sentía aburrido de estar todo el día acostado a su lado, lamiéndole la cara para que se sintiera mejor, así que decidí salir al parque aunque no estuviese acompañado por Benito.
            Al llegar al parque algunas personas me reconocieron.
-        – ¡Ahí va Ruleta! – decían los niños, mientras se acercaban a acariciarme.
-      ¡Mamá, mira, ahí está Rule! ¿Ya viste? – gritó Julieta, una niña de ojos grandes y redondos como cascabeles. Se separó de su mamá y vino corriendo hacia mí para acariciarme la cabeza – ¿Dónde has dejado a Benito, Rule? ¡Hoy no son Rulenito! – Nos había puesto Rulenito como una tonta combinación de Ruleta y Benito. Normalmente me gusta estar con los niños y que me hagan mimos, pero Julieta era muy brusca, me acariciaba la cabeza tan fuerte que la empujaba hacia el piso, así que cuando pasó el señor que vendía chicharrones aproveché su distracción y corrí hacia el otro lado del parque.
-         ¡Hola Ruletita! ¿Por qué tan solito? – Me dijo doña Manuela cuando me encontró corriendo esquivando el ir y venir de los columpios, me cargó hasta sacarme de la arena y me dio un poco de su helado de chocolate.
Me sentí menos aburrido y me dispuse a ir a casa para cuidar de Benito y su pancita mala, así como él cuidó de mi cuando el panadero aplastó mi patita favorita. Pero cuando estuve a dos esquinas de casa, me distraje con un pedazo de pizza que encontré en la puerta de la tienda, rápidamente lo cogí con los dientes y me la tragué para que el tendero no la reclame como suya, pero resultó que no era del señor de la tienda, era de un perro negro que medía lo doble que yo y venía a toda velocidad hacia mí con espuma en la boca. No tuve miedo, no vayan a creer que soy un cobarde, sabía que podía con semejante bestia, pero preferí no enfrentarme a él, tenía que llegar a ver a Benito. Corrí lo más rápido que pude y me escondí en una casa abandonada, ahí me encontré unos gatitos bebés y me dio curiosidad, me acerqué a sentir su aroma chistoso, pero la mamá gato seguro pensó que me los quería comer, me lanzó un tremendo zarpazo en el hocico y tuve que salir corriendo del lugar. Una niña de risos tan negros como mi oreja derecha me encontró y me llevó a su casa para lavarme la sangre que aquella gata desconfiada me había sacado. Después de haberme bañado todo, me puso un pañuelo verde en el cuello, porque “un perro tan guapo no puede andar por la calle con esas fachas” y luego me dejó donde me había encontrado. Era de noche y no conocía ese lugar. Deseaba no haber salido de casa esa mañana.
Un rato después de estar caminando sin reconocer un poste, un coche, o una calle, me escondí detrás de un basurero y me dormí. Por la mañana las cosas siempre se ponen mejor. Soñé con huesos sabor a pizza y gatos con olor a chuleta. Al despertar caminé unas calles y un auto blanco se paró a mi lado, era muy temprano para desconfiar de los autos extraños, así que fácilmente el desconocido me levantó y me subió al asiento trasero.
-¡Rule!- me dijo – ¡mira qué guapo te ves con ese pañuelo verde! – Era doña Manuela que llevaba a su hijo Robertín a la escuela.
Después de dejar al niño latoso (que no dejaba de jalarme la cola y las orejas) con una maestra con cara de dona, fuimos a desayunar unas tortas de huevo a un lugar que olía como cuando la mamá de Benito cocina mole de olla. Doña Manuela se veía contenta de que yo la acompañara y a mí no me caía mal la señora, siempre era amable con nosotros, pero tenía muchas ganas de estar en casa. Imagino que vio mi cara de tristeza, porque se tomó rápido su horchata y después salimos del lugar.
Al salir del coche blanco a toda velocidad, vi a Benito sentado en la puerta, acariciando a otro perro. Me había reemplazado como en una película que vimos una vez, por un perro más joven y esponjoso.
¡Ja ja ja! ¡Cayeron! Claro que no. Benito es el amigo más leal que existe. Estaba en el portal esperando que regrese, al parecer el dolor de panza ya se le había pasado, pero no fue a la escuela porque yo no había regresado. Me abrazó y le lamí la cara como promesa de que no volvería a separarme de él ni aunque me aburran sus telenovelas tontas. Seríamos Rulenito por siempre.


lunes, 6 de mayo de 2013

Las voces



- Cuéntame de Augusto.
- Augusto era mi mejor amigo. Lo sabía casi todo de mí. Sonrío cuando lo recuerdo porque de verdad nos queríamos mucho. Nos conocimos en la Secundaria y caminábamos juntos todos los días de regreso a nuestras casas, charlando y riendo. Sólo nos separamos porque él se fue a estudiar 2 años a Estados Unidos. Fue entonces cuando empecé a escuchar las voces. Al principio sentí miedo de estar quedando loca así que las ignoraba, diciéndome a mí misma que no existían, pero existían y a la larga me hicieron sentir acompañada y segura. Cuando hablaba por teléfono con Augusto me susurraban chistes y respuestas creativas para hacerle reír, y él adoraba esas pláticas. Al regresar a casa de la Universidad me decían lo que Augusto hacía en ese momento, y así no lo sentía tan lejano. Poco a poco me fui habituando a ellas. Cuando no las escuchaba pasaba el tiempo imaginando sus rostros, sus nombres, pero nunca encontré alguno que combinara con ese sonido, tan sereno, tan violento.
            Después de un tiempo de convivir con las voces, ellas empezaron a darme consejos y me ayudaron a mejorar. Mis notas en la escuela eran casi perfectas y aunque parecía haberme quedado sola, las voces me ayudaron a alejarme de las personas que me hacían daño. Mi familia no me comprendía, por lo que también me alejé de ellos.
            Un día, Augusto me dijo que me quería y yo me sentí feliz. Dijo también que me extrañaba y que quería regresar para estar cerca de mí. Las voces entonces empezaron a alejarse poco a poco. Al principio creí que se estaban tomando un descanso, pero después empezaron a dejarme sola en momentos importantes como las llamadas de Augusto, cada vez más escasas también.
            Me sentí desesperada. Compré un gato para no sentir tanto la soledad, pero el animal me parecía irritante. Un día, el meloso felino se acercó a mí por caricias y no pude soportarlo, le di una patada que lo mandó al otro lado de la habitación. “Él se lo buscó”, decían las voces. Me sentí alegre de que hubieran regresado y por primera vez les hablé. “No nos hemos ido, sólo estábamos calladas”, me dijeron.
            Le dije a Augusto que se quedara un tiempo más para poder mejorar en sus estudios, que yo lo esperaría. Aceptó con un poco de tristeza, pero entonces las voces me dijeron chistes para alegrarlo y el pareció contentarse. Después de eso siguió llamando y contándome anécdotas que poco a poco dejaron de interesarme. Yo ya no le contaba chistes y las voces dejaron de hablarme cuando él llamaba por teléfono. Entonces provoqué una pelea con una excusa tonta para dejar de contestar sus llamadas.
            Unos días estuve cuidando al gato, le puse de nombre Augusto para tomarle cariño. Aburrida de no tener con quién hablar más que con las voces, decidí tirarlo por la ventana para ver si caía de pie, ellas se alegraron por tan divertida hazaña, pero Augusto el gato se rompió una patita y mi madre, tan entrometida como siempre, me lo quitó, diciendo que yo le preocupaba, ¡vaya tontería!
            Me pasaba horas en mi cuarto platicando con las voces. Cuando mi madre me devolvió a Augusto el gato lo incluí también en las conversaciones. Maullaba cuando las escuchaba, ¡me parecía tan divertido! Una tarde que no había nadie en casa, volví a tirarlo por la ventana, esta vez amortiguó la caída con sus patas, pero un camión que pasaba lo aplastó. Augusto el gato murió instantáneamente y las voces se regocijaron. Mis padres llegaron más tarde, y encontraron la mancha del gato Augusto en el asfalto. No abrí la puerta de mi cuarto ni hice ruido, como si no estuviera en casa, tal como las voces me aconsejaron. Escuché a mis padres decir que llamarían a mis amigos para ver si estaba con alguno de ellos, pero no había a quién llamar. Tan cómica situación hizo reír a las voces y de paso a mí, por lo que mis padres entraron a mi habitación oscura, encontrándome acostada en el piso. “¡Fuera de mi habitación!” grité, levantándome de un salto, y empujé a mi madre con todas mis fuerzas hacia la puerta. No podía permitir ese tipo de intromisión. Mi padre intentó detenerme, me tomó del brazo pero le mordí la mano para que me soltase. Me dejaron sola por fin. Las voces se quedaron calladas, pero apoyando lo que había hecho. Decidí quedarme un rato en silencio también.  Unas horas después intenté dormir, pero el extraño silencio me dejaba nerviosa. Salí del cuarto esperando una disculpa de mis padres, para al menos tener con quién hablar. Mi padre no estaba. Mi madre no quiso mirarme, debió de haberse sentido muy arrepentida. Decidí tomar las cosas con calma y no reclamar nada, así que le comenté que Augusto el gato no había sabido esquivar el camión cuando lo tiré por la ventana y me reí esperando que encontrara graciosa la situación, pero de sus ojos saltaron lágrimas. Era imposible tratar con ella cuando estaba con esa actitud. Me pareció que en ese momento  lo más correcto era decir lo que sentía. “Te odio”, le dije serenamente, “¿por qué no me dejaste tranquila cuando te lo pedí?, las cosas hubieran sido diferentes”. Pero la serenidad se escapó de mí, cerré mi mano con fuerza, sentí que la ira enrojecía mi cara, ya no podía ser más paciente con ella, tenía que dejarme en paz de una vez por todas. Verla así, con la mirada baja, las lágrimas en sus mejillas, me hacía sentir enferma. Cuando levanté el puño, dispuesta a lo que sea para descargar mi enojo, mi madre miró súbitamente hacía la puerta, miré también y entonces encontré a Augusto caminando hacia mí. Me abrazó con fuerza y yo me derrumbé entre sus brazos.
            Después de eso no he vuelto a ver a mis padres. Augusto me trajo aquí para que estuviera más tranquila. Viene a visitarme algunas veces y platicamos, aunque las voces ya no me dicen chistes, él se ve feliz de estar conmigo. A veces escucho a las voces, me dicen que este lugar es extraordinario, y a mí me parece que sí. Lo único que no les gusta eres tú, por ese estúpido traje blanco que siempre llevas puesto.
           

jueves, 2 de mayo de 2013

En un abrir y cerrar de hojas




Puto futuro



Tirados en la calle Carotas, Quique y Jhonny Wase pensábamos en el futuro. No en casarnos, ni tener hijos y esas mariconadas, sino en lo que de veritas importa: en el País. Todo se fue al carajo cuando el tarado ése subió a la Presidencia, con la compra de unos votos y el robo de otros.
Ya estufas, gimoteaba El Carotas, ya no tenemos futuro, segurito que este Presi nos deja repobres y sin oportunidades.
Chale, dijo Quiquín, ni con las marchas que nos aventamos logramos nada, pásame la caguama que hoy me siento hasta la madre.
Sí que estamos jodidos ahora, pensé, pero no hablé porque tenía la boca llena de Charritos, por más esfuerzos que hemos hecho las cosas no cambian, el gobierno sigue robando y manteniéndose con nuestro trabajo, toda la chamba que hicimos en el face, en twitter y en las marchas, ora sí que no sirvió pa’ nada.
Por fin tragué los charros y hablé. Equis güey, ya no podemos hacer nada, con 25 años ya nos llevó la chingada con este gobierno. Como dice mi viejo, sólo nos queda resistir. Y hablando de mi viejo ya me largo, que ando un poco simbrado y si se da cuenta me saca otra vez del cantón y deja de soltarme lana. ¡Ay nos vemos! Salúdame a tu hermana “La caritas”, Carotas, dile que cuando junte el varo nos matrimoniamos, pero que me dé chance que ya casi cerramos los business que te conté.

Adiós tío Manuelito


El entierro de don Manuelito empezó al medio día. Ella iba en el camión camino al cementerio, sola, seria, tratando de no llorar. Él había sido un tío lejano. La última vez que se vieron fue dos años atrás en los Quince años de su prima Lolita. El tío bailaba en medio de la pista, ya con algunas copas de más, manoseaba a la tía Ema moviéndose al ritmo de “La mayonesa” mientras todos se reían, bueno, excepto la abuelita Lita que tenía la cara roja del coraje que hacía.
            La noche anterior al entierro del tío Manuelito su esposa no era la misma tía Ema que bailaba “La mayonesa”. Mientras rezaba los diez Aves María del rosario su boca se torcía como para no llorar, porque su esposo Manuelito, el que la manoseaba en las fiestas cuando se ponía borracho, el que le contaba chistes rojos cuando salían de misa los domingos, se había ido de este mundo.
            Pobre tía Ema, pensaba ella, se quedó sola, sin compañero de fiestas.
            Al llegar al entierro, tarde, vio el momento en el que el tío Manuelito era metido a la tumba. La tía Ema gritaba: “¡Manuelito, no me dejes!”. Ya no se pudo aguantar, derramó un par de lágrimas y se abrazó del primo Pepe que estaba a su lado.
            Después de dejar las veladoras con la imagen de la virgencita en la tumba recién cerrada, ella se acercó a su tía Ema, quería abrazarla, porque se había quedado sola la pobre tía Ema, pero cuando estuvo a unos pasos de ella, escuchó cómo el tío Jacinto le decía bajito: “Entonces qué cuñada, ¿nos echamos al rato unas cervecitas en honor al muertito?”, mientras la tía Ema se sonrojaba y volteaba la mirada hacia donde yacía el tío Manuelito, como dando el último adiós.

De torpezas y caídas

Siempre he sido muy torpe, me he caído mil veces: caminando, patinando, en bicicleta, de la cama y hasta estando solamente parada; he chocado con personas, con postes, con paredes y una vez choqué con el bastón de un ciego (pobre ciego, se asustó mucho esa vez). Siempre tiro las cosas, las ralladuras de mi celular son prueba de ello.
            A pesar de este despiste que predomina mi vida, nunca he tenido un accidente grave, nunca me he roto un hueso, aunque me gusta subir en los lugares más altos, caminar por las orillas de las escarpas, correr para todos lados, etcétera. Quizá es por ello que siempre recuerdo la vez que me caí con la bicicleta.
Tenía como siete u ocho años. Fui al Parque Hundido con mi papá y mis hermanos. Manejé por la bajada sin miedo, bueno, no tuve miedo hasta que sentí que perdía el control. No sé si frené y por ello se volteó la bicicleta, o no lo hice y la velocidad fue la razón. Caí sobre unas piedras grandes, me golpeé la boca y el estómago, mis dientes delanteros empezaron a moverse. No lloré, ni si quiera recuerdo haber sentido dolor, pero estaba muy asustada. Regresé a mi casa manejando bicicleta, no había de otra. Ese día recuerdo haber tomado jugo de naranja y que en cada sorbo sentía cómo se me movían los dientes, era feo pero gracioso al mismo tiempo. Mi padre se veía culpable, pero yo no creía que fuese una tragedia, hasta que vi en el espejo mis labios hinchados. Entonces lloré.